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Fundación La Casa Común

Sobre cómo esconder la ideología en un proyecto de ley I: El derecho tributario y el derecho civil



No hay nada de inocente en decir que el derecho tributario debe ser interpretado conforme a la lógica, los principios y los criterios del derecho civil. No es pedantería, entonces, preocuparse por los términos que usa la ley.


En los próximos días se votará en general la reforma tributaria del gobierno. Lo que más se ha discutido de esta reforma es que pretende reintegrar el sistema tributario. La reforma pretende hacer eso, pero también otras cosas. Y pretende hacerlo sin reconocerlo, ocultamente, aprovechándose de que las materias tributarias aparecen habitualmente rodeadas de un lenguaje técnico-jurídico que parece incomprensible incluso para algunos abogados. Escondido detrás de este lenguaje, sin embargo, hay un intento de privatización del derecho tributario. Dicho intento solo será visible si logramos pasar a través de ese lenguaje artificialmente tecnificado y podemos ver lo que está efectivamente en juego. Eso es lo que aquí y en las columnas que siguen (serán en total cinco) queremos hacer.


Una ideología radical, pero disfrazada

La reforma, que se presenta como “modernización” tributaria, en realidad tiene un contenido político radical. El intento de ocultamiento es explícito: en lo que a las normas antielusión se refiere, al lector del proyecto se le asegura una y otra vez que se trata solo de cambios menores orientados a dar mayor certeza a los contribuyentes, a clarificar las cosas, a hacer más fácil la aplicación de normas ya existentes, a mantenerse dentro de nuestra “tradición jurídica”, a mejorar la “técnica legislativa”, etc.


Esto, por cierto, es un error. Escondida detrás de estas apelaciones a la claridad, a la técnica legislativa, a la certeza, etc., hay un intento radical de redefinición del derecho tributario. Pero es un intento escondido, por lo que no puede ser discutido sin develarlo.


Este intento de esconder la ideología de la derecha en la reforma tributaria es sutil y, sin embargo, sus efectos son brutales. Modificando un par de palabras en la ley se cambia por completo el sentido del derecho tributario. Lo que se presenta simplemente como aplicación del principio de especialidad es en los hechos una re-privatización del derecho tributario, una que intenta desandar el camino que en esta materia se había avanzado con la reforma de 2014, para de este modo volver a la privatización neoliberal de 40 años atrás. Hay cierta ironía en que esto sea denominado, por razones de propaganda, “modernización”.


Trivialidades sobre el derecho civil y el derecho tributario

El mensaje hace constantes alusiones a las reglas interpretativas del derecho común, de la legislación general. Se detiene con cierta latitud en el “principio de especialidad”, en lo que parece un conjunto de obviedades. Considérese, por ejemplo, el siguiente pasaje del mensaje:


El sistema de interpretación de la ley tributaria debe ser acorde con las normas generales del derecho común, -por de pronto con las normas interpretativas del Código Civil- sin espacio a una interpretación ajena, desvinculada de nuestros principios generales en materia de derecho, salvo claro está en aquellos casos en que el legislador tributario ha establecido normas especiales y específicas, o definiciones que son aplicables exclusivamente en materia tributaria. Lo anterior, no es más que la aplicación de un principio general de derecho conocido como “principio de especialidad”, y sin embargo la legislación tributaria debe utilizar como metodología de interpretación la normativa consagrada en el derecho común.


Este pasaje parece ser un conjunto de trivialidades. Lo que parece estar diciéndose es que a la interpretación de la ley tributaria se aplican las normas aplicables en general a toda interpretación, salvo cuando haya reglas especiales del derecho tributario. Y esto parece ser una obviedad. Pero en realidad se está diciendo mucho más. En principio, si hay una regulación especial que tiene un sentido que se separa de “el derecho común”, lo que se sigue de la obviedad contenida en la afirmación citada del mensaje es que dicha regulación especial debe ser aplicada con los criterios propios de ella, no conforme a los criterios del derecho común. Y en principio, esos criterios especiales han de gobernar la aplicación de toda esa regulación especial, precisamente porque es especial. Pero el proyecto del gobierno llega mucho más allá, como queda claro algo más adelante en el mensaje:


Sin perjuicio de las materias que la normativa regule de manera específica (“principio de especialidad”), la interpretación y aplicación de las disposiciones tributarias, de los actos jurídicos y de los contratos deberá considerar las normas del derecho común, incluyendo criterios interpretativos y principios generales de derecho.


Nótese con mucho cuidado lo que esto significa: no hay principios o criterios generales de ninguna rama especial, no hay principios generales o criterios propios del derecho tributario. Lo que hay es, por un lado, “normativa que regula de manera específica” la interpretación tributaria y por otro los criterios del derecho común.


Esto es bien absurdo. No cabe duda, por ejemplo, de que el derecho del trabajo tiene una cierta lógica protectora del trabajador que se diferencia de la igualdad de las partes en materia civil. ¿No es razonable entender que, en general, la interpretación de la ley laboral tiene que estar sujeta a un principio propio, que tome en cuenta esta particularidad de esa rama del derecho? ¿Es que a pesar de tener el derecho del trabajo un sentido protector que no está en el derecho civil tendremos que decir que el “principio de especialidad” obliga a que todas las reglas del derecho del trabajo que no estén sujetas a normas interpretativas “especiales y específicas” para esos casos deben interpretarse conforme a los criterios del Código Civil? La respuesta a esto es obvia (y la conocen y reconocen todos los abogados que saben de derecho laboral). Lo mismo debe decirse del derecho tributario, como veremos. Lo que ahora importa es que estas afirmaciones que se presentan como si fueran trivialidades no tienen nada de triviales; implican la negación de cualquier peculiaridad propia de cualquier área de regulación, y suponen que, salvo que haya reglas especiales y específicas, todo debe ser interpretado como si fuera derecho civil.


Ahora bien, esto todavía parece ser una discusión técnica entre abogados. ¿Qué importa, más allá de la manera en que hablan los abogados, que aceptemos o no la existencia de principios generales de interpretación que valen en áreas especiales, como el derecho del trabajo o el derecho tributario?


Lo que se esconde detrás de esas trivialidades

Cuando el Mensaje habla del derecho “común” o civil no se refiere a todo el derecho civil. Se refiere en particular a la lógica civil de los contratos. Piénsese en un contrato cualquiera: A quiere, por ejemplo, una cosa que tiene B y está dispuesto a pagar un precio por ella. ¿Qué contrato celebrarán? La respuesta es: el que más le convenga. En principio, uno pensaría que celebrarán un contrato de compraventa, en que A se obliga a pagar una cantidad de dinero y B a entregar la cosa. Pero si resulta que A tiene una cosa que B quiere, podrían celebrar un contrato de permuta, en que se intercambia una cosa (no dinero) por otra. O quizás les conviene celebrar un contrato de arriendo con opción de compra, etc. La cuestión aquí es la siguiente: en el derecho civil, las formas contractuales existen para facilitarle a las partes la realización de sus intercambios, y ellas elegirán la que más les convenga. Si después surge un conflicto entre las partes, la solución será la que corresponda a la forma elegida por las partes (y entonces serán las reglas de la compraventa, de la permuta, del arriendo o de la opción de compra las que en su caso se apliquen al caso). Esto es lo que en derecho civil (el “derecho común”) se llama “autonomía de la voluntad”.


El derecho tributario es distinto. Aquí la idea es que todos tenemos ciertas obligaciones orientadas a financiar las actividades del Estado. Un derecho tributario democrático descansa en la idea de reciprocidad, que significa que todos hemos de contribuir de acuerdo a nuestra capacidad contributiva. Diversos impuestos, por cierto, identifican de distintas maneras la “capacidad contributiva”. Así, por ejemplo, el impuesto a la renta mide la capacidad contributiva por referencia a la renta generada (entonces los que generan más renta han de contribuir más); el IVA la mide por referencia al consumo de cada uno (entonces cada uno contribuye un porcentaje de lo que consume), etc. No es que estas diversas formas de identificar la capacidad contributiva sean iguales, y por cierto mucho puede decirse respecto de la mayor o menor justicia tributaria de cada una de ellas; pero cuando hacemos eso lo que hacemos es precisamente discutir cómo identificar mejor la capacidad contributiva. Por eso el derecho tributario es una parte fundamental de lo que podría llamarse las condiciones básicas de reciprocidad social, porque la contribución de acuerdo a la capacidad contributiva es la contrapartida de la desigualdad.


Volvamos ahora a nuestro contrato entre A y B. Veíamos que en el derecho civil la elección entre una forma y otra importa solo a las partes, y que entonces la forma que ellas eligen es la que debe gobernar la interpretación de su relación. Pero desde la óptica tributaria las cosas cambian. En efecto, si se crea un impuesto que grava la realización de ciertos contratos –porque ellos dan cuenta de una cierta capacidad contributiva–, las partes buscarán celebrar la misma transacción, pero dándole una forma jurídica que escape a la caracterización legal.


Así, por ejemplo, imaginemos el caso de una madre o un padre de alto patrimonio preocupado por el impuesto a las herencias que sus hijos deberán pagar a su muerte. Ese es un impuesto que se devenga cuando se adquiere algo por herencia. Si antes de la muerte de su padre o madre el hijo en cuestión ya se ha hecho dueño de la cosa, el impuesto no se devenga, porque la cosa no es, en rigor, una herencia. El padre o madre podría, entonces, regalar las cosas a sus hijos, en lo que jurídicamente hablando sería una donación. Pero esta manera de eludir el pago del impuesto a la herencia es demasiado obvia, por lo que la ley dispone que las donaciones hechas en vida a los que serán herederos deben pagar el impuesto. No puede ser donación, entonces. ¿Qué tal la compraventa? ¿Qué tal si el padre o madre aparece vendiendo la cosa a su hijo al precio de mercado? Pero entonces lo recibido como precio podría estar afecto al impuesto a la renta. ¿La solución será entonces pactar un precio irrisoriamente bajo? No, porque se exponen a que el Servicio de Impuestos Internos revise el precio para fines tributarios y lo ajuste al precio de mercado.


La solución que han encontrado los abogados es que celebre un contrato de renta vitalicia. En virtud de este contrato, A transfiere a B un conjunto de bienes y B se obliga a pagar a A una suma mensual por el resto de la vida de A. Si la renta pactada es baja, se evitarán todos los impuestos que habrían pagado por la donación o la compraventa, porque la renta vitalicia no es un hecho gravado. Y el resultado es el siguiente: usando una opción lícita que da el derecho civil, se deja sin efecto el derecho tributario. “Se deja sin efecto” porque en derecho civil, cuya óptica es facilitar los intercambios de las partes, la opción entre donación, compraventa o renta vitalicia es jurídicamente indiferente. Pero desde el punto de vista del derecho tributario, si la opción entre formas gravadas y formas no gravadas es también jurídicamente indiferente, si las partes pueden elegir la forma a utilizar con la libertad que corresponde a la lógica del derecho civil, la conclusión es que el pago de impuestos es voluntario.


Nótese entonces como a diferencia del derecho civil, en que las partes pueden elegir celebrar un contrato de donación, de compraventa o de renta vitalicia según les convenga porque solo a ellos les interesa, en el derecho tributario nos interesa a todos que las partes no se aprovechen de las formas para eludir el pago de los impuestos que deben pagar.


Por esto el derecho tributario no opera con la lógica del derecho civil. Esto, desde luego, no quiere decir que al derecho tributario no sea aplicable ninguna regla del Código Civil. Lo que quiere decir es que la forma jurídica tiene una relevancia distinta en el derecho civil y en el derecho tributario: en el derecho civil, la forma existe solo para facilitar a las partes realizar sus intercambios; en el derecho tributario, la forma se usa para identificar la capacidad contributiva. Por eso en el derecho tributario, pero no en el derecho civil, las partes tendrán habitualmente una razón para evitar las formas gravadas con impuestos y usar en vez formas no gravadas. Interpretar la ley tributaria como si fuera derecho civil es ignorar esta fundamental diferencia.


No hay nada de inocente, entonces, en decir que el derecho tributario debe ser interpretado conforme a la lógica, los principios y los criterios del derecho civil. No es pedantería, entonces, preocuparse por los términos que usa la ley.



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