Por Julián Avendaño, coordinador de Fuerza Común Peñalolén y socio de La Casa Común.
Mónica González, en su libro “La conjura”, nos entrega en las primeras páginas una perla histórica de uno de los candidatos presidenciales de las elecciones de 1970, Radomiro Tomic, quien en su cierre de campaña, encumbrado en el púlpito de sus propias palabras en medio de la Alameda, diría con ímpetu vaticinante y estremecedor -por su agudeza y precisión-: “Chile enfrenta la votación más cargada de destino de su historia”.
Quizá si ponemos atención, podríamos escuchar el eco de las palabras de Tomic en una suerte de coro institucional, que cree que mientras más se repita una idea, más probabilidades hay de que esta sea encarnada tarde o temprano. En diferentes medios, todo tipo de opinólogos y panelistas se pelearon enconados por quien decía con mayor elocuencia que esta, la elección de constituyentes -y otras que vienen-, fue la elección más importante de la historia de Chile. Pero es más o menos fácil reconocer que no nos hemos dado cuenta que la historia está agarrando vuelo, que se está cargando de destino, y que hay que enfrentar o dirigir esta inercia en algún momento. La inercia, para estos efectos, es la pretensión de que lo relevante de las crisis sociales que vivimos, se está jugando solo dentro de las instituciones, como si nada estuviera pasando por fuera y que lo que pase por fuera no tiene, por el hecho de no haber participado de la institucionalidad, “derecho a reclamo”. Todo muy noventero.
Esto parece un error notable, porque la exclusión de los procesos que se viven por fuera de la institucionalidad termina por ignorar, que las crisis que hemos estado viviendo de manera intensa en los últimos años responden a procesos históricos que no parecen ser restaurables en el corto tiempo, ni con la convención constituyente, ni aun después de la entrada en vigencia de la nueva constitución, sino solamente, creo, cuando la nueva constitución tenga efectos en nuestras relaciones sociales, y vaya año a año integrando suficientemente los intereses de los movimientos populares que le dieron origen, a pesar de la alargada y obtusa resistencia que se le opuso por décadas.
En ese sentido, la tarea de la convención la excede. Si lo que queremos es algún tipo de “solución”, la nueva constitución deberá permitir entre otras cosas, el despliegue político del pueblo por medio de nuevas instituciones que le den cabida, y le permitan apropiarse de su contenido. Por décadas los movimientos populares se organizaron, y llevaron adelante propuestas políticas sólidas con altas convocatorias a nivel país para que al pasar por las instituciones, estas fueran desechadas en pos de la preservación del modelo subsidiario -o neoliberal- que nos rige. Este proceso terminó consolidando la convicción en los movimientos, de que la manera de realizar cambios efectivos es por fuera de las instituciones, de que las instituciones no son un camino viable para guiar el poder político de nuestra sociedad.
Así se explica a mí parecer la irrupción de la violencia, en cuanto esta se consolidó a nivel de masas a través de un proceso histórico que año a año fue demostrándole a los movimientos populares, que los resultados no vendrían por el conducto regular, sino por fuera de este. Esto es, la idea de que solo la acción directa -las tomas, las barricadas, las marchas, el enfrentamiento contra la fuerza pública- puede llevar adelante las reformas que los movimientos populares exigen a nuestra organización institucional.
Lo destacable en este punto es que la violencia no es producto de la aparición de la inexhorable naturaleza humana -individualista, lúmpen, rabiosa, irreflexiva- en nuestra sociedad como pretende parte del liberalismo. O de la aparición de las pulsiones como ha dicho un rector, sino que es el resultado de una institucionalidad que no ha podido, y no puede dar cuenta del poder político del pueblo, y que el abandono de la institucionalidad por parte de este último no está vinculada a un mero desenfado social, sino a que las instituciones ya no son funcionales para guiar sus intereses.
Así, parece especialmente preocupante lo que se ve en la participación en instancias como las elecciones. En la última elección de convencionales constituyentes -y otros cargos- participó según datos del Servel un 41% del padrón electoral. Aquello, para el coro institucional del que hablaba, no debe interpretarse de ninguna manera, porque bueno, “quien no participa no tiene derecho a opinar” y esas cosas. Sin embargo lo que hemos visto, es justamente lo contrario, hubo desde 2019 -y mucho antes, por cierto- grandes masas de personas que buscaban incidir en la política nacional por medio de la acción directa, entrando sus convocatorias en franca contradicción con los números de la participación electoral de los últimos tiempos.
En consecuencia, me parece que habría que entender ya de manera definitiva, que no participar de las elecciones o de la institucionalidad, no es dejar de participar en la política del país, este es un salto argumentativo que nos ha engañado por mucho tiempo y que ha provocado mucho daño, sobre todo porque ha ocultado de manera muy exitosa el hecho de que nuestra población está abandonando las instituciones. Incluso, este fenómenos parece tan relevante, que dados los resultados, habría que pensar en reinterpretar la idea de mayoría, y situarla precisamente en quienes no participan. Paradójicamente, ahí es donde se encuentra la mayoría del padrón. Este parece ser el problema más severo que enfrentamos, por las consecuencias que acarrea la retirada sostenida de las personas de las instituciones.
Las y los moralistas, dirán inmediatamente que esto es tirar la toalla, que deberíamos aumentar nuestro compromiso institucional en momentos como este. Diría de la manera más modesta, que eso es no entender que las crisis que vivimos no son espirituales en torno a cuan de acuerdo estamos con los principios de las instituciones que nos gobiernan, en abstracto. Precisamente, porque las instituciones no viven del compromiso moral que la ciudadanía tenga con ellas, las instituciones viven, entre otras cosas, por la función que cumplen dentro de la sociedad en la que están.
En razón de lo anterior, por ejemplo, lo importante no es si el agua se consagra efectivamente como Derecho Humano indisponible para el mercado en un artículo cualquiera de la nueva Constitución, lo importante es que el pueblo pueda decidir de manera suficientemente libre, a través de su desenvolvimiento político natural, cual será el contenido de sus instituciones, o si el agua será bien de consumo o no, y esto no se juega en la convención constitucional en la clave de la escritura efectiva de los derechos en la constitución, se juega en la producción de un ordenamiento jurídico que pueda ser apropiado por el pueblo, y esto está en la configuración interna de las instituciones y la relación que entre ellas se defina, y no en como estas son nombradas por la constitución.
Para hacer esto medianamente probable se requiere un esfuerzo equivalente al tamaño y al paso de nuestros tiempos, esto es, vincular el esfuerzo constitucional de la convención con los movimientos populares. A mí parecer, esto es terminantemente imposible en el corto plazo, pero el esfuerzo debe hacerse igualmente, mas con miras a la entrada en vigencia de la nueva constitución y su futuro, y no pensando en que esto pase efectivamente en medio de la convención. Ya que si es verdad que el pueblo ha preferido luego de un proceso histórico, que las instituciones no son un camino viable para guiar su poder político, la convención no tiene por qué escapar, al menos enteramente, de esto.
En consecuencia, habrá movimientos populares que quedarán fuertemente excluidos por decisión propia o ajena de la convención y sus elecciones, pero que igualmente tendrán intereses en lo que sucederá ahí, y esto, aunque parezca una paradoja, puede mostrarnos con algo de precisión que el proceso constituyente supera largamente las elecciones, la convención constitucional y la ratificación de la nueva constitución. Es decir, el proceso constituyente ya está entre nosotras y nosotros antes de comenzar formalmente, y por supuesto, lo estará también aun cuando termine de manera formal. Porque no son las instituciones las que marcan el paso de este proceso, por el contrario, es y ha sido el pueblo y sus movimientos.
De este modo, pretender que todo lo importante se juega en las elecciones, o en la convención y su desarrollo formal, es básicamente caminar por una cornisa. Debemos entender que los movimientos populares son parte constitutiva del proceso constituyente, y que su integración a la convención es condición necesaria para el éxito del proceso entero.
Así, si quisiéramos parafrasear el ímpetu de Tomic -pero esta vez correctamente-, deberíamos decir algo así como: “Chile enfrenta <<el proceso constituyente>> más cargado de destino de su historia”.
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