por Álvaro Ramis (@alvaroramis), Consejero de La Casa Común, Rector UAHC y Doctor en ética y democracia.
Una Constitución no sólo debería ser un texto que señale derechos y obligaciones, procedimientos y reglas. También debería ser un texto que permita cohesionar de
forma democrática y no coercitiva a la ciudadanía. La actual Constitución de 1980 intenta realizar este ejercicio a partir de un tipo nacionalismo caracterizado por el viejo modelo del Chile del Valle Central: hacienda e inquilinos; patrones y peonaje.
Esa chilenidad es definida de acuerdo a un modelo monocorde, bajo el fetichismo de un supuesto “carácter nacional” coherente con un modelo de Estado unitario, que esencializa la identidad chilena bajo el supuesto de una historia o a un origen étnico y cultural común. Sin embargo la demodiversidad del país ya no soporta esta homogeneización forzosa. Por supuesto no lo toleran los pueblos indígenas, que ya no son los “pueblos sin historia” a los que se les excluyó de todo pacto social anterior. Hoy reclaman su legítimo reconocimiento como naciones preexistentes al Estado chileno, autoconcientes de sus derecho a la libre determinación.
Tampoco lo toleran las regiones, ahogadas por un centralismo agobiante, que genera pobreza estructural. La elección de gobernadores regionales supone un paso en el traspaso de importantes competencias para el ejercicio de poder las regiones, pero es claramente una decisión tardía e insuficiente. La nueva Constitución deberá permitir el fortalecimiento de las capacidades institucionales de comunas y regiones, permitiendo el financiamiento requerido para nuevas competencias regionales y locales.
Un país tan diverso y plural como el nuestro, que se ha formado por diferentes oleadas migratorias, que se ha desplegado en un territorio marcado por enormes contrastes y desigualdades, no puede fundar su identidad en un estrecho nacionalismo de base étnico-cultural. La alternativa es buscar esta cohesión en un “patriotismo constitucional” , basado en la adhesión a unos valores cívicos comunes. De esta forma las diversas formas de vida particulares y las tradiciones culturales se reconocen y se respetan, pero se enmarcan en un proyecto post-nacional, de base republicana. Bajo este tipo de patriotismo el orgullo por la pertenencia a una nación no se funda en la exaltación de las singularidades ni en el chauvinismo excluyente, sino en la coherencia de la nación con los valores democráticos plasmados en la Constitución. Para ello es necesario que la Constitución exprese unas convicciones que representen efectivamente a los ciudadanos, y que puedan hacer suyos en su cotidianidad.
Chile es una comunidad de destino, pero no inmutable, sino altamente dinámico: “La historia de una nación nunca acaba”, decía Otto Bauer, ya que “el destino al transformarse somete este carácter, que no es más que una condensación del destino pasado a continuos cambios. Por ello el carácter nacional pierde también su supuesto carácter sustancial, es decir, la ilusión de ser un el elemento durable en el fluir de los acontecimientos”.
En el contexto de las tensiones históricas del Estado chileno con los pueblo indígenas, de la emergencia de las demandas regionalistas por reconocimiento de su singularidad, y sobre todo ante la abismante desigualdad económica de base territorial, sólo un proyecto constitucional construido de forma participativa sería capaz de identificar un conjunto de valores cívicos ampliamente compartidos, capaces de fundamentar en el siglo XXI un proyecto viable de nación, que no se fundamente en una supuesta identidad sustancial, sino el abierto fluir de la libertad.
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