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Fundación La Casa Común

Memoria y olvidos para los 50 años

Osvaldo Torres

Antropólogo. Doctor Estudios Latinoamericanos. Magister historia de Chile.

Miembro del directorio de La Casa Común.


El Sr. Ricardo Brodsky, en una reciente columna de opinión, afirma que la memoria de esta conmemoración del “golpe de Estado” no debiese considerar “la superioridad moral” ni de víctimas ni perpetradores, pues lleva a una suma cero, estacionando la división de la sociedad. Después le recomienda al Presidente Boric que, por su admiración a Allende, esto “no debería llevarlo a romantizar el período de la Unidad Popular esquivando el análisis y la autocrítica, porque finalmente, la vía chilena al socialismo fracasó por múltiples razones y errores y terminó siendo el camino a una dictadura de signo opuesto”.


Me parece que afirmar que la vía chilena al socialismo fracasó por múltiples razones –y no señalar ninguna– y que “terminó siendo el camino a una dictadura de signo opuesto”, es dejar en suspenso si el signo opuesto a la dictadura que vivimos como chilenos era la vía chilena al socialismo; caso en el cual lo que critica del vicealmirante Soto Valenzuela (que cree que cumplieron un “deber patriótico”) carecería de fundamento, toda vez que nos dirigíamos hacia una dictadura de izquierda conducida por Allende, al cual el actual Presidente admira. Pero, también, el culpar al proyecto de la Unidad Popular como el que abrió el camino a la dictadura es, francamente, no ser autocrítico con aquel proceso, sino que es situarse del lado de aquella derecha intransigente y antidemocrática que hace la lectura de que el gobierno de la UP, electo democráticamente, fue el origen de la tragedia que trajo “esos terribles acontecimientos de esos días” y años, agrego.


Como el Sr. Brodsky no entrega análisis de ese período y no menciona las autocríticas que él compartiría, es importante señalar –pues queda abierta la “culpa” en el proyecto mismo de Allende– que las transformaciones estructurales que promovió su gobierno, habían sido derrotadas electoralmente tres veces antes, que el programa de R. Tomic era similar y que la reforma agraria, la nacionalización del cobre, la creación del Área de Propiedad Social, la política de vivienda, cultura y salud eran parte de la lucha contra la desigualdad estructural que aún persiste. En este caso los errores no pueden estar allí, pues toda política democrática se hace para utilizar los mecanismos de poder, sea para concentrar los privilegios o redistribuir mejor el ejercicio y goce de los derechos.


En su texto queda la idea de que el golpe, así las cosas, era inevitable. Una respuesta, un camino unívoco de oposición al intento transformador no era inevitablemente el golpe de carácter civil y militar, pues como está en la historia y en la memoria de algunos, los esfuerzos por el diálogo con la oposición DC fueron reales y mediados por un esperanzado cardenal Silva Henríquez; diálogo frustrado por la tozudez de quienes dirigían ese partido a esa fecha y que, como lo señala A. Zaldívar en sus recientes memorias, jamás pensaron que el golpe derivaría en la prolongada dictadura que fue. Aún más, discrepando de sectores de sus propios partidarios, Allende concluyó que ante ese diálogo fracasado lo que correspondía era un plebiscito para dirimir el futuro del país, sin expertos de por medio. Conocida o filtrada su decisión, las Fuerzas Armadas se sublevaron ante el último mecanismo democrático que podía salvar la fractura existente.


La pregunta entonces es: ¿por qué han sido calladas ni menos reivindicadas las voces de aquellos militares y policías que se negaron a disparar, a participar de la matanza, como se han callado las responsabilidades civiles en la persecución y el crimen? ¿Por qué costó tanto reivindicar a Schneider y Prats, estando aún pendiente su legado antidictatorial y constitucionalista en la cultura de las FF.AA? Una posible respuesta es que es la demostración de que en ellos se hacía palpable que había otros caminos posibles para poner la democracia y el país, los derechos humanos y sus habitantes en primer lugar y no los intereses de un sector que ya había diseñado lo que llamaron la (contra)revolución silenciosa.


Ojalá que este 50 aniversario, como señala Brodsky, sea una valoración sin complejos “de la democracia como sistema representativo de gobierno y de los derechos humanos como consenso básico de la sociedad chilena”. Adicionalmente, que se haga sin miedo a la discrepancia, a la confrontación sobre la legitimidad y legalidad del proyecto transformador de la Unidad Popular, pues de otro modo, se instalará la creencia de que todo intento por cambiar la sociedad conduciría inevitablemente a nuevos golpes y dictaduras, consolidando la política del miedo y el castigo a la población, que tanto se ha implementado en nuestro país y, por otra parte, trasladaría la responsabilidad siempre a quienes son partidarios de una sociedad más justa, libre y fraterna.

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