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Fundación La Casa Común

La nueva izquierda allendista como mayoría política del estallido social chileno

Actualizado: 13 ene 2022

Marcos Robledo Hoecker, director La Casa Común

11 de enero de 2022

Publicado por la Fundación Carolina, agencia del Estado español dedicada a la diplomacia pública internacional.



La elección de Gabriel Boric como presidente de Chile el 19 de diciembre de 2021 envuelve al menos tres significados que dan cuenta de un nuevo ciclo en la política chilena, que también aportan claves de interés para la comunidad latinoamericana e internacional. Primero, después del proceso constituyente, supone un gran momento de reconstrucción de la legitimidad de la política chilena, pero este es llevado a cabo por una nueva generación. Segundo, a diferencia de los 30 años previos de la coalición de centroizquierda que gobernó Chile tras la dictadura, Boric ha triunfado encabezando la primera conquista del gobierno por una coalición de izquierdas desde la elección de Salvador Allende en 1970, retomando con mucha fuerza la tradición allendista de construcción de una izquierda democrática, pero recreándola con una nueva caja de herramientas conceptual y paradigmática observada con interés en América Latina y el mundo. Tercero, la elección pondrá en marcha la búsqueda de un desarrollo distinto al promovido hasta ahora en Chile, basado en una propuesta paradigmática no solo posneoliberal, sino eventualmente posextractivista, emprendedora y sostenible, pero también feminista e intercultural. En definitiva, una propuesta que intenta deconstruir la colonialidad sobre la que se sustenta el Estado en Chile desde su independencia.


Crisis de representación, nueva hegemonía y reconstrucción de la legitimidad


Luego del estallido de octubre de 2019 en Chile, que sacó a millones de chilenas y chilenos a las calles, el principal desafío de la política chilena ha sido el de recrear y reconstruir su propia legitimidad, en una crisis no solo social y política, sino de régimen político y de desarrollo, y cómo emergería gradualmente por la cuestión intercultural, también de Estado.


Después de tres décadas de democracia neoliberal protegida por un arreglo constitucional semisoberano, como han sido la Constitución de 1980 y todos sus enclaves contramayoritarios (Hunneus, 2014), Chile llegó a ese 2019 con los porcentajes más altos de abstención electoral de la región latinoamericana, y con los niveles más bajos de confianza de la ciudadanía en la legitimidad de las instituciones públicas (Robledo, 2019).


En el levantamiento de octubre de ese año no hubo discursos en las calles, ni partidos políticos presentes, solo marchas, bailes y, sobre todo, mucha comunicación política digital, además de una brutal y desprofesionalizada represión policial que generó la crisis más grave de derechos humanos desde la dictadura militar (INDH, 2019).


Se trató del levantamiento de un nuevo pueblo (Ruiz Encina, 2020), distinto del proletariado y de los trabajadores campesinos organizados en sindicatos y redes territoriales en los barrios populares, sobre los que se construyó la representación de la izquierda y la centroizquierda del Chile del siglo XX. Se trató de un nuevo sujeto social, de un precariado hastiado e indignado con el rentismo extractivista, financiero y de plataforma, pero también resultante de décadas de procesos de individuación y de construcción de nuevos tipos de redes de vida social a través del consumo (Araujo, 2017). Ningún dirigente se atrevió a presentarse en la Plaza Dignidad, epicentro de las protestas y de la indignación. Los pocos que lo intentaron, fueron expulsados cuando intentaron sumarse.


Desde entonces la gran pregunta del proceso chileno ha sido si el país caería en una pendiente de crisis y deconstrucción institucional, populismo (de izquierda o derecha), polarización y violencia como en etapas anteriores de su historia; o si la movilización social, la nueva hegemonía ideológica y cultural expresada en dicha movilización y los actores políticos serían capaces de originar un nuevo camino institucional dotado de una legitimidad genuinamente democrática; es decir, si la nueva hegemonía sería capaz de transformarse en mayoría política y, en definitiva, de reconstruir la representación.



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