Por Fernando Atria y Pablo Torres V.
Publicada en El Mostrador, 2 de julio, 2020
Hace algunos días, en una entrevista televisiva, el presidente de la Sofofa, Bernardo Larraín, opinaba a propósito de las posibles condiciones para un eventual rescate estatal a la aerolínea Latam. Le preocupaba, nos hizo saber, la posibilidad de que, como una de las condiciones de ese rescate, el Estado accediera a la propiedad de la empresa en cuestión. La razón de su preocupación es que en Chile el Estado estaría muy “politizado”; su solución era que este último actúe
“exactamente de la misma manera que un inversionista privado”. ¿Qué implicancias tiene una afirmación como esta en el contexto del debate acerca del rol del Estado?
Responder esta pregunta requiere identificar cuál es el modo en que un inversionista privado actúa en el mercado.
Un inversionista privado puede ejercer su derecho de propiedad en la empresa de la manera que mejor estime conveniente para sus intereses individuales –está habilitado para ejercer su dominio de modo arbitrario, sin más limitación que la ley y el derecho ajeno–.
Así, por ejemplo, cuando vota en la junta de accionistas por repartir dividendos más allá del mínimo legal, en vez de reinvertirlos para el desarrollo de una inversión orientada a reducir las emisiones de CO2, no está más que actuando en legítimo ejercicio de sus derechos en tanto accionista. En efecto, los particulares no tienen por qué rendir cuenta acerca de la manera en que ejercen su propiedad en la empresa ni preocuparse de las consecuencias que sus decisiones puedan tener sobre el bienestar general. Nada de esto es problemático en el caso del inversionista privado, pues la búsqueda de su autointerés es suficiente para legitimar su actuación.
El problema de la afirmación del presidente de la Sofofa es que implicaría que el Estado, cuando actúe como empresario, renuncie a desempeñar las funciones que le son propias, esto es, que renuncie a actuar como un agente cuya función es actuar en representación del interés general. A diferencia de lo que ocurre en el caso de un inversionista privado, la actividad estatal no puede ser legitimada con prescindencia del interés general, sino que –por el contrario– debe ser una manifestación de él. Esto último no es solo una cuestión formal, sino que se traduce en que el Estado está sujeto a un modo de actuación que da cuenta de su función pública y que, por tanto, es diferente de aquel que es exigible al inversionista privado.
De esta forma, cuando el Estado actúa como accionista, no deja por eso de desempeñar una función pública y, por tanto, no puede –a diferencia del inversionista privado– ejercer arbitrariamente su derecho de propiedad, prescindiendo del interés general, salvo que deje de ser Estado. Lo contrario –esto es, que el Estado actúe como un inversionista privado– implicaría entender que la actividad estatal carece de contenido sustantivo y que la única diferencia entre las empresas públicas y privadas es que las primeras tienen un dueño privado llamado “Estado”, negando así la idea misma de la función de este como garante del interés general. Que el presidente de Sofofa haya podido expresar esta idea como una exigencia, muestra el grado de naturalización que ella ha alcanzado. La elite política y económica considera como obvia la negación de la función que define al Estado.
Es fundamental impugnar esta idea neoliberal de que el Estado no debe ser el Estado, que no debe actuar en representación del interés general sino como cualquier otro inversionista privado. Ya sabemos cuál es el argumento que usarán en su defensa, el que mencionaba Larraín en su entrevista: es que el Estado es una agente capturado por las presiones políticas de corto plazo. Esto no tiene por qué ser así. Para evitar esto, es necesario adoptar formas institucionales que permitan neutralizar las presiones derivadas de los ciclos políticos, sin que ello implique que el Estado actúe como un privado. Por ejemplo, el Banco Central ha sido capaz de desarrollar una visión de largo plazo no porque haya dejado de cumplir una función pública o porque a sus consejeros se les exija actuar como lo haría un privado (mirando su autointerés), sino debido a que cuenta con mecanismos institucionales que hacen probable que sus competencias sean ejercidas con independencia de los ciclos políticos (por ejemplo, mecanismos de nombramiento).
Entonces, sostener que el Estado cuando actúa en una empresa debe hacerlo de la misma forma en que lo haría un inversionista privado en el mercado, más que abogar por el desarrollo de un Estado moderno, lo que hace es apelar a la idea de que, más allá de la defensa y la seguridad pública, no debe haber Estado. En las demás esferas la actuación estatal estaría subordinada a la de los particulares. En ellas, la apelación al interés público debe ser neutralizada mediante la privatización de los modos de actuación propios del Estado. Es decir, se trataría de ámbitos en los que no pueden participar agentes que no tengan como finalidad la de maximizar sus propias utilidades privadas. Esto es lo que, en Chile, significa lo que suele denominarse “Estado subsidiario”.
En el debate constituyente que viene, esta será una de las cuestiones centrales. Dejar atrás el modelo de Estado subsidiario no significa simplemente extender la actividad estatal a espacios que han sido tradicionalmente reservados a los particulares, si eso implica que el Estado deba actuar como un privado más. El reconocimiento de un nuevo rol del Estado se basa en el entendimiento de que la participación estatal en determinados ámbitos es relevante, precisamente, porque el Estado actúa de un modo especial, distinto al de los particulares.
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